ha negado al nacer; que yo,
pobre, huérfano y oscuro, no podía contar más que conmigo
mismo, toda vez que no había ni habría quien
se interesara por mí... Como os decía, pues, estaba yo en la sala
de armas, donde, fatigado por mi lección de
esgrima, me dormí. Mi ayo estaba en el piso primero, en su cuarto situado
verticalmente sobre el mío. De
improviso llegó al mí una exclamación apagada, como si
la hubiese proferido mi ayo, y luego oí que éste
llamaba a Peronnette, mi nodriza, que indudablemente se hallaba en el huerto,
pues mi ayo descendió pre-
cipitadamente la escalera. Inquieto por su inquietud, me levanté. Mi
ayo abrió la puerta que ponía en co-
municación el vestíbulo con el huerto, y siguió llamando
a Peronnette... Las ventanas de la sala de armas
daban al patio, y en aquel instante tenían cerrados los postigos; pero
al través de una rendija de uno de
ellos, vi cómo mi ayo se acercaba a un gran pozo situado casi debajo
de las ventanas de su estudio, se aso-
maba al brocal, miraba hacia abajo, y hacía desacompasados ademanes,
al tiempo que volvía a llamar a
Peronnette. Ahora bien, como yo, desde el sitio en que estaba atisbando, no
sólo podía ver, sino también
oír, vi y oí.
--Hacedme la merced de continuar, monseñor, --dijo Herblay. --Mi ayo,
al ver a mi nodriza; que acu-
dió a sus voces, salió a su encuentro, la asió del brazo,
tiró vivamente de ella hacia el brocal, y en cuanto
los dos estuvieron asomados al pozo, dijo mi ayo:
--Mirad, mirad, ¡qué desventura!
--Sosegaos, por dios, --repuso mi nodriza. --¿qué pasa?
--Aquella carta. --exclamó mi ayo tendiendo la mano hacia el fondo
del pozo, --¿veis aquella carta?
--Qué carta? --preguntó mi nodriza.
--La carta que veis nadando en el agua es la última que me ha escrito
la reina.
Al oír yo la palabra reina, me estremecí de
los pies a la cabeza. ¡Conque, dije entre mí, el que pasa por
mi padre, el que incesantemente me recomienda la modestia y la humildad, está
en correspondencia con la
reina!
--¿La última carta de Su Majestad? --dijo mi nodriza, como
si no le hubiese causado emoción alguna
el ver aquella carta en el fondo del pozo. --¿Cómo ha ido al parar
allí?
--Una casualidad. señora Peronnette, --respondió mi ayo.
--Al entrar en mi cuarto he abierto la puerta,
y como también estaba abierta la ventana, se formado una corriente de
aire que ha hecho volar un papel.
Yo, al ver el papel, he conocido en él la carta de la reina, y me he
asomado apresuradamente a la ventana
lanzando un grito; el papel ha revoloteado por un instante en el aire y ha caído
en el pozo.
--Pues bien, --objetó la nodriza, --es lo mismo que si estuviese
quemada, y como la reina cada vez
que viene quema sus cartas...
¡Cada vez que viene! murmuré, --dijo el preso. Y fijando
la mirada en Aramis, añadió: --¿Luego aque-
lla mujer que venía a verme todos los meses era la reina?
Aramis hizo una señal afirmativa con la cabeza.
--Bien, sí, --repuso mi ayo, --pero esa carta encerraba instrucciones,
y ¿como voy yo ahora a cumplir-
las?
--¡Ah! la reina no querrá creer en este incidente, --dijo
el buen sujeto moviendo la cabeza; --pensará
que me he propuesto conservar la carta para convertirla en un arma. ¡Es
tan recelosa y el señor de Mazarino
tan...! Ese maldito italiano es capaz de hacernos envenenar a la primera sospecha.
Aramis movió casi imperceptiblemente la cabeza y se sonrió.
--¡Son tan suspicaces en todo lo que se refiere a Felipe! --continuó
mi ayo.
Felipe es el nombre que me daban, --repuso el cautivo interrumpiendo su
relato. Luego prosiguió:
--Pues no hay que titubear, --repuso la señora Peronnette; --es
preciso que alguien baje al pozo.
--¡Para que el que saque la carta la lea al subir! --Hagamos que
baje algún aldeano que no sepa leer así
estaréis tranquilo.
--Bueno --dijo mi ayo; --pero el que baje al pozo ¿no va a adivinar
la importancia de un papel por el
cual se arriesga la vida de un hombre? Con todo eso acabáis de inspirarme
una idea, señora Peronnette;
alguien va a bajar al pozo, es verdad, pero ese alguien soy yo.
Pero al oír semejante proposición, mi nodriza empezó
a llorar de tal suerte y a proferir tales lamentos;
suplicó con tales instancias al anciano caballero, que éste le
prometió buscar una escalera de mano bastante
larga para poder bajar hasta el pozo, mientras ella se llegaba al cortijo en
solicitud de un mozo decidido, al
cual darían a entender que había caído, envuelta en un
papel, una alhaja en el agua.
--Y como el papel, --añadió mi ayo, --en el agua se desdobla,
no causará extrañeza el encontrar la car-
ta abierta.
--Quizás ya se haya borrado, --objetó mi nodriza.
--Poco importa, con tal que la recuperemos. La reina, al entregársela,
verá que no la hemos traicionado,
y, por consiguiente, Mazarino no desconfiará, ni nosotros tendremos que